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9 abril 2014


‘Una misma noche’
o
‘Del exquisito arte de la humillación y el olvido’.



Leopoldo Brizuela ha escrito una novela redonda.
Teniendo como punto de partida la historia oficial, televisada, -y también la negación de esa misma historia, enmarcada en los Juicios por la Verdad a que asisten como testigos las ONG y que no escapa de los motores de búsqueda cibernéticos-, va destrabando, poco a poco, la urdidumbre que permite el olvido y donde la humillación es moneda de cambio, como si de otro ‘bien de la Nación’ se tratase.
Una misma noche no es una novela de denuncia, ni siquiera un ejercicio de expiación.
Leonardo Diego Bazán, el protagonista encerrado en una casa que pareciera la continuación de aquella otra casa dibujada por Cortázar, vive ‘detrás de las puertas’ que antaño cerrase la pareja del cuento cortazariano que sale huyendo y dejando sus bienes –y su memoria- a merced de los invasores sin rostro.
Él vive a sabiendas, dentro de la casa, ha tomado la decisión de no salir. Y para lograrlo, ha de tapiar sus memorias, renunciando al falso orgullo de lo correcto y sucumbiendo a la sempiterna desazón de saberse indigno de una herencia que no sabe o no quiere saber cuál es, y mucho menos, qué hacer con ella.

Treinta y tres años
La cifra mística asoma en las primeras páginas, estamos ante una historia que no tolera repeticiones, sino, como dirían los cánones católicos más rancios, ‘conmemora’ y ‘actualiza’ lo acaecido en un pasado que sigue aferrándose inmisericorde a lo que llamamos ‘presente’.
Es la noche de todos, la noche sistemática, aquella donde ‘se nos entra’ sin que podamos hacer nada, sólo tomar partido, asumir una postura. O se está a favor o en contra, aquí no hay lugar para gradaciones grisáceas: o se puede salir al sol, o perecer ahogado en un cuartucho de interrogatorios, donde sólo quedan los cuerpos dolidos y torturados de los que se ha arrancado voluntad, conciencia y espíritu con precisión quirúrgica.
No se da por sentado que todo aquello haya terminado, y mucho menos se da por hecho que todo aquello vaya a terminar alguna vez. El encierro voluntario, ese acto rebelde representado por las puertas cerradas de una casa que también es un microcosmos y espejo exacto de la historia nacional, se transforma en un grito reaccionario. El terreno, los límites, la vigilancia paranoica y cotidiana que se opera contra los vecinos, los extraños que se aparcan un par de casas más allá, todo ello forma parte de un itinerario mental donde la amnesia es la bendición que por igual claman al cielo verdugos y torturados, mendigos y funcionarios, policías y activistas.
El protagonista lo sabe. Está consciente de que lo único que puede hacerse es sucumbir al encanto del presente, a esa gozosa certeza de saber que la noche anterior no ‘se nos entró’ por el jardín y que podemos respirar a salvo un día más, pidiendo secretamente a los hados que el próximo atraco suceda a los vecinos incómodos, aquellos que nos echan en cara nuestras diferencias y nuestras discrepancias.
El hecho de situar la narración fuera de un barrio exclusivo, pero adosado a uno de estos, permite un radio de acción difícilmente asequible en otras circunstancias. Las imágenes evocadas en una memoria que ha sido falseada, se contraponen y yuxtaponen a las imágenes de una vida mínima, reducida prácticamente al plano de lo biológico, que ha aprendido a vivir sin ningún tipo de esperanza y también que ha renunciado a cualquier intento de obtener la redención o una condena total que culmine en el cadalso.
Geográficamente, la novela de Brizuela se desarrolla en un sector donde fluctúan el lujo y el confort, contrastados con la mediocre situación de quienes viviendo de pensiones y salarios miserables pueden justificar su estancia apelando a anteriores situaciones de lujo y abundancia.
En el caso del narrador, se trata de los logros conseguidos a costa de lo que fuere por un padre de convicciones férreas que no duda en recurrir al maltrato físico y psicológico, anulando y despreciando a su hijo ante una mujer sumisa, consciente de su propia sumisión.
Como hijo, Leonardo es consciente también de que no podrá, jamás, estar a la altura de lo que la patria demanda, es decir, incapaz del sacrificio y la obediencia incondicional.
Yo me quedo sentado al piano junto a un tipo que tiene pocos años más que yo, una Itaka y un largo sobretodo beige. Su belleza me cohíbe y me pongo a tocar. ¿Para hacer ver que no soy un negro como mi padre, que no puedo, y no debo, prestar esos servicios? ¿Para fingir que ignoro que estamos en peligro? ¿Para gustar a todos con esa milonguita que habla de compadritos al servicio de un jefe?

Odres viejos, vinos nuevos
¿De dónde emana esa fuerza impune que permite hoy los mismos atropellos de hace treinta años, quién mueve los hilos y mantiene aceitada la maquinaria de aquellas sociedades sigilosas, omnipresentes e innombrables? ¿Cómo es posible que los cánones aprendidos en apéndices adosados a libros de texto para párvulos recién entrados en la adolescencia, puedan seguir funcionando con esa efectividad y sincronización tan efectivas?
Tal como he mencionado, esta no es una novela ni de expiación ni de denuncia. El tema principal, por inverosímil que parezca, puede enunciarse con una palabra: vergüenza.
La búsqueda de lo que se ha olvidado, de lo que se ha dejado atrás, la justificación del presente, todo puede visualizarse desde esa perspectiva, tal como el protagonista confiesa, con dolor y también sin la afectación de la novela rosa:
Pero, ¿y si en verdad hay alguien adentro? Dios mío, me digo. Sólo si se los llevan a todos me salvaré de la culpa, de la vergüenza.
La expiación ha quedado lejos, es imposible ya. Lo único que resta es buscar la redención, descifrando los pasos descarnados de aquellos rituales que eran el uso común en una sociedad fragmentada, aislada y herida por las acusaciones y el silencio.
Aceptar la culpa y la vergüenza consigue obrar el prodigio de la redención buscada, aunque para ello fuese necesario volver a abrir aquellas heridas, aquellas conciencias cubiertas de llagas y cicatrices, para hacer una limpieza profunda y aplicar el bálsamo del perdón.
Y este perdón tampoco es gratuito, requiere un minucioso y honesto ejercicio de la memoria para terminar exponiendo así, brutal y salvajemente, los huesos, tendones y nervios de aquel aparato infernal del que hemos sido, a sabiendas o en una ignorancia igualmente culpable, engranes girando por la fuerza y voluntad de alguien más.
Cambian los motores, los proyectos de gobierno, cambian los gabinetes y los representantes populares asignados a las curules, cambian los libros sus formatos y vías de distribución. La maquinaria, lo que se ha aprendido y lo que se ha enseñado manu militari queda allí, listo, presto para ofrecer sus servicios a quien tenga la llave y sepa la secuencia correcta del encendido.
No el régimen sino la ideología, tiene ese aroma asfixiante de eternidad.

El precio de la memoria
Una vez que Leonardo y su madre han podido instalarse en ese presente inmediato, liberándose de la memoria y aplicándose a la nueva rutina de medicamentos y conversaciones fragmentarias, es necesario hurgar en el pasado para recuperar aquello a lo que se ha renunciado.
El gran problema a que hay que enfrentarse es la falta de documentación. Todos los papeles, cualquier traza que pueda incriminar o descubrir las malas intenciones, los manejos viciados, las denuncias anónimas y la persecución del estado, todo aquello ha desaparecido.
Las memorias y evidencias han sido compartimentadas eficientemente, la única forma de organizar lo poco que ha quedado para rellenar ‘los espacios vacíos’ de aquella narración, es hacerse no sólo ya con la historia propia, sino con la historia de la generación anterior, la historia de nuestros padres.
Durante días busqué material sobre la ESMA: no sobre el campo de concentración, sino sobre el período anterior. En Mercado Libre conseguí solo un libro, La Escuela de Mecánica de la Armada vista por sus alumnos.
Fue bueno saber que, a fines del siglo XIX, los barcos se habían vuelto tan complejos que aquella típica historia de los libros que amo —la del joven pobre que se engancha de grumete para aprender el oficio— ya no fue posible: hubo que abrir escuelas para enseñarles a los aspirantes todas esas habilidades que mi padre tenía y que yo mismo aprendí, mirándolo de chico: tornería, herrería, carpintería, electricidad.
Pero no, yo no buscaba eso. Recordaba haber hojeado, en una batea de librería de lance —pero esa vez estaba sin dinero, y cuando volví a buscar el libro ya alguien lo había comprado—, un Manual de comportamiento a bordo, impreso precisamente en la ESMA. Recordaba cómo hasta en un naufragio los menores actos de cada marinero estaban absolutamente previstos y pautados, igual que en una obra de teatro, atendiendo sobre todo al rígido escalafón de jerarquías: aun en peligro de muerte, un marino debía reportarse al superior y cumplir lo que le ordenaran. ¿Y no considerarían los marinos a aquellos años una especie de tormenta, o más seguramente, una batalla naval? ¿Y no habría actuado mi padre, aquella noche, según un reglamento estudiado en la ESMA, reportándose a Cavazzoni?
Búsqueda incómoda, persecución de lo indeseable. Al rebuscar en el campo minado de la historia oficial aquella parte que ha sido omitida, se corre el riesgo de ser despedazado por una munición que no explotó… aún.
A Leonardo le aturde aquella irrupción del pasado, que valiéndose de un hecho banal –el sonido violento y persistente de una alarma que suena- reclama sus territorios y feudos:
“VOS ESTÁS sospechado”, “vos estás sospechado”. Y mi mente ya no hacía nada más que sospechar. Y como solo podía calmarme con una compañía, y solo había para mí una compañía posible —la única persona que había sufrido algo parecido—, me senté y escribí.
Una palabra basta para desatar aquel nudo endeble que apenas si logra mantener cerrada la Caja de Pandora –diversificada para adaptarse a los tiempos que corren- y que hoy lleva otros nombres: seguridad privada, crimen organizado, honorable cuerpo de policía.
Diana, la interlocutora de las cartas escritas por Leonardo, se encuentra en el limbo donde se confunde la memoria con la historia. Éste escribe para ella, como si sus cartas pudiesen de alguna manera misteriosa, leerse en un tiempo que no es este presente. Leonardo escribe a una Diana que ya no existe, con palabras que han mudado drásticamente su significado.
Leonardo lo sabe, y finalmente acepta que la memoria siempre llevó las de ganar. Despedazarla no ha servido de gran cosa, allí estuvieron omnipresentes los fragmentos, los gestos, las palabras prohibidas y ahora encumbradas al rango de los tabúes.
Creyendo buscar la verdad sobre Diana, se me había abierto el misterio de mi propia cobardía.
El misterio del modo en que, creyendo salvarme, había entrado lenta, plácidamente, en la maquinaria. El miedo al miedo.
Leonardo, mirándose por primera vez sin afectaciones dulzonas, también es capaz de mirar sin compasión y sin odio a su propia madre.
¡Dios! ¿Y si mi madre, en lugar de soñar como yo, con esa época, había vuelto a vivir en ella? ¿Y quién podía decir que esa locura suya no la había provocado yo mismo?
Esa es la tragedia, el precio a pagar por la memoria, por el fragmento de esa historia que nos ha tocado vivir.
¿Acaso habrá, en los tiempos pasados y los tiempos por venir, alguien capaz de visualizar en una sola mirada los efectos de todas sus acciones, las perfidias de las omisiones y los alcances de todos sus deseos y pensamientos -aun los más oscuros y secretos-? ¿Acaso habrá quién se considere capaz y con la entereza suficiente de aceptar un don como ese?
Después de la memoria sólo queda la espera, el anhelo de una redención poco probable y la certeza de un dictamen, de un castigo que sea cual fuere, nunca será suficiente.
Hemos renunciado al perdón y la redención para enclaustrarnos en un infierno personal, hecho a la medida de nuestros temores y angustias, de nuestras traiciones y peor: nuestras verdades.


Francisco Arriaga.
México, Frontera Norte.
9 de abril de 2014-19 de octubre de 2018.

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