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19 noviembre 2009

Conversación en La Catedral

Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?

Las preguntas
El ‘examen de conciencia’ con que inicia la novela es engañosamente místico. Esta novela, empresa ambiciosa que vio la luz cuando Mario Vargas Llosa contaba apenas 33 años, es su aproximación personal al Perú que está a punto de caer abatido ante la corrupción política, moral y social del país, y que se resiste entre los últimos estertores a todo intento de redención. Con todo, la novela no es formalmente hablando una ‘novela histórica’.
‘La Catedral’ es sólo un ‘bar de pobres’, una cantinucha de mala muerte, donde el heredero de una familia colaboracionista conversa largamente con Ambrosio, armando y recuperando cada uno de los momentos que ha vivido siendo primero Santiago Zavala y finalmente ‘Zavalita’.
La historia entreteje varias historias a la vez, cada una con su propio ritmo y su propio tiempo, bajo una mirada diferente que enriquece la visión de los dos interlocutores: lo que para Zavalita es un retroceso, un hundimiento continuo al que no puede escapar -como si se tratara del guión ya previsto de una novela de bolsillo de los años cincuenta o una editorial amarillista de las que él escribe para ‘La Crónica’-, para Ambrosio es la liberación constante y definitiva de alguien que se sabe indefenso ante la muerte, remedio, solución y salida a todo lo que ha vivido.
La oposición de Zavalita a los manejos políticos de su padre cristaliza en su ingreso a la Universidad de San Marcos, donde él verá y vivirá la represión ejercida por la dictadura de Odría, siendo esta época la etapa que ha de marcar decisivamente el resto de su vida, arrancándole irremediablemente del seno familiar.
Aunque plagada de preguntas, la novela de Llosa no es tan sólo un análisis de la situación vigente en el Perú de entonces, es también la reflexión y expresión atenta de quien asiste al término de una época histórica, y al principio de otra.



Odría, la oligarquía y el pueblo
El caso de Odría merece un apartado exclusivo.
La historia de su llegada al poder se remite hasta el año 1945, cuando José Luis Bustamante y Rivero asume el cargo de Presidente del Perú, apoyado por la Alianza Popular Revolucionaria Americana o APRA. Al poco tiempo se dieron grandes desacuerdos entre Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA, y el presidente electo, desacuerdos que terminaron en la resolución del presidente de disolver su gabinete aprista, reemplazándolo por uno de índole marcadamente militar. Entre los militares, Odría fue llamado a ejercer el cargo de ‘Ministro de Gobierno y Policía’, desde el 12 de enero de 1947.
Para entonces, Odría mismo y algunos otros elementos del gabinete pedían al presidente la proscripción del APRA, a lo que el presidente respondió con una negación absoluta. Esto causó inconformidad en Odría, quien orquesta el golpe de estado llevado a cabo el 29 de octubre de 1948, medida que también le permitiera realizar su deseo de proscribir al APRA y encarcelar a sus principales líderes, declarando además la supresión de las garantías individuales y emitiendo una Ley de Seguridad Interna, para afianzarse definitivamente en su puesto con la complacencia de la oligarquía del país.
Esta empatía duró poco; Odría abandona su actitud complaciente y enfila en dirección contraria, hacia un populismo que le franqueó la simpatía de la clase baja y los más pobres aunque dicha simpatía en los últimos años de su mandato –conocido también como ‘ochenio’- fue reemplazada por el temor de que su gobierno dictatorial se eternizara. La suerte le sonrió en su periodo gubernamental, marcado por una sobresaliente prosperidad económica.
Se dice que la decisión de llamar a elecciones generales en 1956 y el anuncio de su decisión de no asistir a las mismas en papel de candidato tomó al Perú por sorpresa. Sea cual fuere la causa para que decidiera esto, su gobierno fue un vaivén continuo entre el crecimiento económico, la simpatía popular –misma que se granjeó con medidas como la tomada el 7 de septiembre de 1955 cuando concedió el derecho al voto a las mujeres- y la corrupción generalizada en todos los ámbitos gubernamentales, así como la sistemática supresión de los derechos civiles de sus perseguidos y adversarios.
Esta es la época y los acontecimientos políticos que Mario Vargas Llosa retrata fielmente en su novela, publicada en 1969.


El color del corazón
-¿No te das cuenta que te puedes quedar toda la vida de empleadito? -dijo el tío Clodomiro, consternado-. Un muchacho como tú, Flaco, tan brillante, tan estudioso.
-No soy brillante, no soy estudioso, no repitas a mi papá, tío -dijo Santiago-. La verdad es que estoy desorientado. Sé lo que no quiero ser, pero no lo que me gustaría ser. Y no quiero ser abogado, ni rico, ni importante, tío. No quiero ser a los cincuenta años lo que es mi papá, lo que son los amigos de mi papá. ¿Ves, tío?
‘Zavalita’ es el heredero de una generación que no pensaba en función de ‘moralidad vs. inmoralidad’ o ‘ética vs. no ética’, sino del ‘beneficio contra inversión’ o el ‘interés contra capital’.
Ante los ojos de su padre y de su familia, los cuestionamientos sobre el sentido de la vida inmersa en la opulencia basada sobre todo en la injusticia constante y atropellos contra el pueblo, empleados y subalternos, no tienen razón de ser. La apariencia, la imagen que se impone a los demás es lo único válido, y lo que ocurre tras las cortinas, en la soledad de la alcoba, es secreto a voces pero secreto a fin de cuentas, celosamente guardado, como una confesión firmada sin fecha que tarde o temprano habrá de ver la luz.
“-No es tu culpa, no es tu culpa -gimió don Fermín-. Tampoco es mi culpa. Un hombre no puede excitarse con un hombre, yo sé.” La homosexualidad de Fermín, el padre de Santiago, es el único punto débil que puede encontrarse en ese hombre que juega a los negocios con el régimen caprichoso del dictador en turno.
El único que puede testificar es Ambrosio, el empleado más cercano a Fermín, y también el más lejano de todos: es el chofer de la familia, y el amante del próspero hombre de negocios.
“-Se pone de rodillas ¿ve? -gimió Ambrosio-. Quejándose, a veces medio llorando. Déjame ser lo que soy, dice, déjame ser una puta, Ambrosio. ¿Ve, ve? Se humilla, sufre. Que te toque, que te lo bese, de rodillas, él a mí ¿ve? Peor que una puta ¿ve?
Queta se rió, despacito, volvió a tumbarse de espaldas, y suspiró.
-A ti te da pena él por eso -murmuró con una furia sorda-. A mí me da pena por ti más bien.”
La maestría de ese temprano Vargas Llosa es evidente: remata sus historias con el acierto y el olfato que todo buen escritor afina sólo en la batalla implacable y constante que es toda escritura continua y de grandes proporciones. Quizá uno de los retos más difíciles a que se enfrenta Vargas Llosa en esta novela es al trazo delineado de personajes que ostentan una carga sentimental y emocional tremenda, mientras en el entramado principal de la novela son como piezas impasibles de un ajedrez impecablemente labrado en roca.

El futuro
Los días de Ambrosio están marcados por la tragedia de la sangre, el dolor y los gritos de los animales a quienes sacrifica inhumanamente con el pretexto de la rabia: metiéndolos en un saco y dándoles de garrotazos hasta que mueren. “Los hombres tienen ya los garrotes en las manos, ya comienzan uno-dos a golpear y a rugir, y el costal danza; bota, aúlla enloquecido, uno-dos rugen los hombres y golpean. Santiago cierra los ojos, aturdido. -En el Perú estamos en la edad de piedra, mi amigo -una sonrisa agridulce despierta la cara del calvo-. Mire en qué condiciones se trabaja, dígame si hay derecho.”
Mario Vargas Llosa ha escrito una novela redonda, que responde inesperadamente cada uno de los cuestionamientos que pueden leerse en las páginas iniciales, con un personaje que es también el Perú pobre y desesperanzado de hace cincuenta años: Ambrosio. El futuro para él, para Zavalita, para todo el país, es incierto:
“¿Y cuando se acabara la rabia se acabaría tu trabajo en la perrera, Ambrosio? Sí, niño. ¿Y qué haría?
Lo que había estado haciendo antes de que el administrador lo hiciera llamar con el Pancras y le dijera okey, échanos una mano por unos días aunque sea sin papeles. Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría ¿no niño?”



Ad notanda

El enemigo de Vargas Llosa
Mario Vargas Llosa ha dicho, en varias entrevistas, que la escritura de sus novelas más ambiciosas, como La casa verde, Conversación en La Catedral y La guerra del fin del mundo, ha sido dolorosa y febril, por partes iguales. Específicamente, Conversación en La Catedral y La guerra del fin del mundo debieron terminar por circunstancias ajenas al escritor, principalmente debido al cansancio.
Si es verdaderamente asombrosa la capacidad de trabajo que ha demostrado al publicar en espacios brevísimos de tiempo algunas de sus obras mayores como La ciudad y los perros en 1963, La casa verde en 1965 y Conversación en La Catedral en 1969, más asombroso resulta constatar la serie de recursos e imaginación empleados por Vargas Llosa en sus distintas novelas y la galería exuberante de personajes que son ya parte fundamental de la narrativa latinoamericana de la segunda mitad del siglo pasado, y del siglo presente.
Veneno y antídoto, en una entrevista concedida a Alonso Cueto y publicada en ‘El Comercio’ de Perú el 14 de mayo del 2000, Vargas Llosa se permite una confidencia. Cueto recuerda: “Me dice que la única manera de combatir el cansancio del final de una novela es embarcándose en otra.” Y transcribe las palabras de Vargas Llosa, inesperadas, cálidas y humanas:
“Además tengo muchas historias en la cabeza y por primera vez siento que me va a faltar tiempo para terminarlas. Es algo que no sentía antes. A lo mejor es el primer síntoma de la vejez.”
Vargas Llosa ha peleado y continúa peleando en buena lid contra sus enemigos, y sobre todo en contra del cansancio. Qué duda cabe.


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