Entre la literatura y el opio
Acostumbrado a vivir creando sus propios mundos, el escritor tarde que temprano se enfrenta a las tentaciones magnéticamente atractivas de los estimulantes, llámense alcohol, hachís, opio, mariguana, heroína, coca o fármacos. Dicha atracción es más poderosa si se tiene en cuenta que la imaginación de que echan mano los escritores se verá potenciada, brindándole hipotéticas formas alteradas de percibir la realidad, interpretarla, procesarla y ponerla por escrito.
El siglo XIX fue pródigo en la experimentación de los alucinógenos como estimulantes del genio creador: Thomas de Quincey escribe las ‘Confessions of an Englishman Opium Eater’ [Confesiones de un comedor de opio] en 1821, apareciendo en la ‘London Magazine’ y viendo la luz como un libro al año siguiente, en 1822, para ser revisado y vuelto a publicar tres décadas y media después, en 1856, por el mismo autor.
En dicho libro se narra la desventura de la adicción al láudano [opio mezclado con alcohol] del escritor y a grandes rasgos, los efectos que dicha afición tuvo en su vida. Y aunque las ‘Confesiones’ lanzaron a la fama de una vez por todas a De Quincey, no fue la única que sobresalió en su tiempo, ni tampoco la única que abordó el tema de los estimulantes, sus efectos y virtudes.
Los paraísos artificiales.
Baudelaire, reconocido sobre todo por ‘Las flores del mal’ admiró la valentía del Englishman helenista que se atrevió a hacer públicas su adicción y su lucha por librarse de la misma, en medio de la conservadora sociedad londinense de su tiempo. ‘Los paraísos artificiales’ [libro publicado en 1860] se basa directamente en la obra de De Quincey, aunque Baudelaire no tiene el mismo valor que el inglés al narrar lo vivido en carne propia. Baudelaire probó el opio en forma de diferentes preparados, cuando contaba una veintena de años, y era más que nada mera curiosidad cuya finalidad preponderante era la de ‘estar a la moda’. Ya en su edad adulta, quejándose de diferentes dolores y malestares causados por lo que se supone sería alguna sífilis juvenil mal atendida, tiene que hacer uso constante de dosis elevadas de opio. Escribe al administrador de sus bienes, Ancelle, el 26 de diciembre de 1865: ‘Tengo la cabeza atontada y distraída. Ello se debe a todas estas crisis seguidas y también al uso del opio, del digital, de la belladona y de la quinina. Un médico que he hecho venir ignoraba que otras veces hice uso del opio, y por ello, después de haberme asistido, me vi obligado a doblar y a cuadriplicar la dosis.’
Baudelaire cuenta para entonces cuarenta y cuatro años es decir, sólo un par de años le separan de la tumba.
De placer y placeres.
Baudelaire traduce al francés a Edgar Allan Poe, dichas traducciones abarcan un par de lustros en su vida. Es tanta la admiración que siente por él que llega a afirmar haber encontrado en Poe ‘cuentos y poemas que ya tenía en mi cabeza, pero no habían podido tomar forma’.
La simpatía que siente por Poe -ocasional consumidor de opio quien en 1847 moriría alcoholizado en medio de un delirium tremens y que también había intentado suicidarse por lo menos un par de veces-, es mayor aún por encontrar en el marginado escritor bostoniano el aspecto más sombrío y oscuro de la personalidad consciente de la destrucción que obra sobre sí misma que tanto atraía a Baudelaire. Al conocimiento sobre la obra y la figura de Poe se añadiría, inmediatamente después, la lectura de De Quincey, a la que seguiría la escritura de Los paraísos artificiales.
Resulta curioso que Los Paraísos artificiales fueron concebidos inicialmente no como un libro solo e independiente, sino como una ‘conferencia’ o ‘disertación’ que se buscaba insertar entre sus ‘Curiosidades estéticas’. Pero al ser este último un libro que versaba sobre cuestiones de crítica literaria, el tema de ‘Los paraísos’ quedaba automáticamente excluido.
Entre 1857 y 1859 elabora cuidadosamente los apuntes que darían paso a ‘Los paraísos’, simultáneamente proyecta traducir al francés las ‘Confesiones’ de De Quincey. Los versos de esa época, por ejemplo ‘Le poison’, retratan fielmente la obsesión del escritor por el tema del opio:
Enrique López Castellón traduce: “El opio agranda lo que no tiene límites, / ensancha lo ilimitado, / hace profundo el tiempo, ahonda los goces, / y de placeres oscuros y lúgubres / llena el alma por encima de su capacidad.”
Baudelaire percibe el placer encerrado en el opio como el placer del artista, argumentando que hachís y opio elevan la imaginación a la máxima potencia, ayudándole a soportar los intensos dolores que produce la creación estética. El vino, por tanto, será el sucedáneo del obrero, que busca en la embriaguez una momentánea liberación de su realidad atroz, de su miseria, su pobreza y hacinamiento.
Como sea, en ambos casos nos encontramos ante un leitmotiv constante en Baudelaire: la tentación maligna, diabólica, que sólo puede ser vencida por la fuerza de voluntad que cobra tintes angélicos: ‘el recurso a la droga representa una tentación demoníaca cuya innegable fascinación deberá resistir toda voluntad angélica’, apunta López Castellón en su introducción a la traducción de ‘Los paraísos artificiales’ al castellano.
Editores, economía y ética.
La primera edición de Los paraísos artificiales vio la luz en 1860. Es el segundo y último de los libros que Baudelaire vería publicados en vida: Representa sobre todo una reflexión y meditación profunda, respecto a lo que antaño viviera De Quincey: el sufrimiento, las dificultades y el poder de la fuerza de voluntad.
Poulet-Malassis, quien fuese el amigo fiel de Baudelaire y hubiera ya editado Las flores del mal será quien ponga a la venta este volumen. No obstante esa amistad, Poulet-Malassis buscará obtener un jugoso beneficio económico al buscar insertar, justo al final del libro, una viñeta publicitaria donde se anunciaría un farmacéutico de Bruselas especialista en la elaboración de distintos preparados con base de hachís.
Baudelaire tiene entonces 39 años, y se opone rotundamente a las intenciones de tal anuncio: la contradicción que supondría es evidente. Ayudará a comprender los porqués saber que en ese tiempo Baudelaire sufría serias penurias económicas, y que estaban aún recientes las multas a que se vio sometido precisamente por la publicación de Las flores del mal: la condena judicial pesa sobre su ánimo, y no se atreve a enfrentarse a los defensores de la moral en boga. Baudelaire se transforma en un escritor a-político, manteniéndose al margen de las disputas y pleitos de índole moralista y social, encerrándose en la reflexión que elabora alrededor de los estimulantes: alcohol y hachís, las dos caras de un mismo placer, destinados a hombres distintos, aunque para vencerlas a ambas sea necesaria una fuerza de voluntad de proporciones prácticamente divinas.
Los abismos y la gloria: ¡Me he convertido en Dios!
Sinfín de comparaciones se han hecho en torno a la obra de Baudelaire y la de De Quincey. A primera vista pareciera que Baudelaire hizo una copia en francés, mera transcripción de la obra inglesa. Y aunque existen indudables puntos en común, son precisamente por esas características similares que resalta la diferencia entre ambas: De Quincey escribe su obra como una confesión autobiográfica, Baudelaire proyecta una disertación, impersonal, para mostrarse ante un público que ya sabía lo que quería obtener del escritor.
De Quincey siguió experimentando con el opio y sus ‘Confesiones’ sólo son el inicio que demarca una lucha que daría origen a otro libro, ‘Suspiria de profundis’, publicado en 1845 de forma fragmentaria, y que ha dado origen a un sinfín de problemas literarios. Comenzando por la forma, los ‘Suspiria’ son catalogados actualmente como ‘prosas poéticas’, aunque algunos críticos ingleses los consideran supremos ensayos de fantasía, que tienen las mismas raíces que las ‘Confesiones’, otros incluso los toman como la efectiva continuación de estas. Después de la muerte de De Quincey en 1859 se encontró una serie de 32 escritos más, que presumiblemente pudieron estar destinados a formar parte de los ‘Suspiria’. De esos 32, 18 se perdieron, y la lista de entonces ha quedado incompleta. Se sabe que los últimos años de su vida De Quincey trabajaba a la luz de candelabros, y desarrolló una manía que consistía en incendiar con ellos escritos, papeles, incluso, mechones de su propio cabello.
Baudelaire sobrevivió a De Quincey, y pudo entrever en su figura, genio y desgracia, atisbos de lo que sería su propia vida y obra.
Baudelaire llega hasta el extremo: el hachís permitiría al hombre ‘ser Dios’. “En suma, no es de asombrar que el pensamiento final y supremo que surge de este soñador [el buscador de paraísos artificiales] sea: ¡Me he convertido en Dios!” [Personne ne s'étonnera qu'une pensée finale, suprême, jaillisse du cerveau du rèveur: "Je suis devenu Dieu!"].
La estructura misma de ‘Los paraísos artificiales’ resuma elegancia, cordura, análisis profundo y una buena dosis de apología. Pasan por sus páginas los aspectos fisiológicos, psicológicos, los cuestionamientos morales de la adicción, qué es lo que se ve, lo que se experimenta en el estado de trance; el eje fundamental de su libro se basa en las Confesiones de De Quincey, pero más que una copia fiel se trata de la interpretación y reescritura del libro, vertiéndolo del inglés al francés. Apenas iniciada su tarea, Baudelaire se lamenta: ’…me veré obligado, con mucho pesar, a eliminar numerosas disgresiones sumamente divertidas y disertaciones exquisitas…’ […je serai obligè, à mon grand regret, de supprimer bien des hors-d'oeuvre très-amusants, bien de dissertations exquises...].
Escritura, meditación y recreación, Baudelaire simpatizó con De Quincey al encontrar en él un compañero en el viaje que emprendió, guiado por los espíritus funestos del opio, sólo para encontrar que al frenesí del hachís siempre sucede el desencanto de la vida gris, prisionera de sus propios demonios, incapaz finalmente de escapar de la muerte:
XLII LLL - 20 AGOSTO 2009 - Entre La Literatura y El Opio
Los derechos sobre la cabecera, tipografías, diseño, colores, perfiles de color, gráficos y fotografía de los artículos ya impresos pertenecen única y exclusivamente a El Diario NTR Zacatecas.
Todos los derechos sobre el texto quedan reservados a su autor.
Acostumbrado a vivir creando sus propios mundos, el escritor tarde que temprano se enfrenta a las tentaciones magnéticamente atractivas de los estimulantes, llámense alcohol, hachís, opio, mariguana, heroína, coca o fármacos. Dicha atracción es más poderosa si se tiene en cuenta que la imaginación de que echan mano los escritores se verá potenciada, brindándole hipotéticas formas alteradas de percibir la realidad, interpretarla, procesarla y ponerla por escrito.
El siglo XIX fue pródigo en la experimentación de los alucinógenos como estimulantes del genio creador: Thomas de Quincey escribe las ‘Confessions of an Englishman Opium Eater’ [Confesiones de un comedor de opio] en 1821, apareciendo en la ‘London Magazine’ y viendo la luz como un libro al año siguiente, en 1822, para ser revisado y vuelto a publicar tres décadas y media después, en 1856, por el mismo autor.
En dicho libro se narra la desventura de la adicción al láudano [opio mezclado con alcohol] del escritor y a grandes rasgos, los efectos que dicha afición tuvo en su vida. Y aunque las ‘Confesiones’ lanzaron a la fama de una vez por todas a De Quincey, no fue la única que sobresalió en su tiempo, ni tampoco la única que abordó el tema de los estimulantes, sus efectos y virtudes.
Los paraísos artificiales.
Baudelaire, reconocido sobre todo por ‘Las flores del mal’ admiró la valentía del Englishman helenista que se atrevió a hacer públicas su adicción y su lucha por librarse de la misma, en medio de la conservadora sociedad londinense de su tiempo. ‘Los paraísos artificiales’ [libro publicado en 1860] se basa directamente en la obra de De Quincey, aunque Baudelaire no tiene el mismo valor que el inglés al narrar lo vivido en carne propia. Baudelaire probó el opio en forma de diferentes preparados, cuando contaba una veintena de años, y era más que nada mera curiosidad cuya finalidad preponderante era la de ‘estar a la moda’. Ya en su edad adulta, quejándose de diferentes dolores y malestares causados por lo que se supone sería alguna sífilis juvenil mal atendida, tiene que hacer uso constante de dosis elevadas de opio. Escribe al administrador de sus bienes, Ancelle, el 26 de diciembre de 1865: ‘Tengo la cabeza atontada y distraída. Ello se debe a todas estas crisis seguidas y también al uso del opio, del digital, de la belladona y de la quinina. Un médico que he hecho venir ignoraba que otras veces hice uso del opio, y por ello, después de haberme asistido, me vi obligado a doblar y a cuadriplicar la dosis.’
Baudelaire cuenta para entonces cuarenta y cuatro años es decir, sólo un par de años le separan de la tumba.
De placer y placeres.
Baudelaire traduce al francés a Edgar Allan Poe, dichas traducciones abarcan un par de lustros en su vida. Es tanta la admiración que siente por él que llega a afirmar haber encontrado en Poe ‘cuentos y poemas que ya tenía en mi cabeza, pero no habían podido tomar forma’.
La simpatía que siente por Poe -ocasional consumidor de opio quien en 1847 moriría alcoholizado en medio de un delirium tremens y que también había intentado suicidarse por lo menos un par de veces-, es mayor aún por encontrar en el marginado escritor bostoniano el aspecto más sombrío y oscuro de la personalidad consciente de la destrucción que obra sobre sí misma que tanto atraía a Baudelaire. Al conocimiento sobre la obra y la figura de Poe se añadiría, inmediatamente después, la lectura de De Quincey, a la que seguiría la escritura de Los paraísos artificiales.
Resulta curioso que Los Paraísos artificiales fueron concebidos inicialmente no como un libro solo e independiente, sino como una ‘conferencia’ o ‘disertación’ que se buscaba insertar entre sus ‘Curiosidades estéticas’. Pero al ser este último un libro que versaba sobre cuestiones de crítica literaria, el tema de ‘Los paraísos’ quedaba automáticamente excluido.
Entre 1857 y 1859 elabora cuidadosamente los apuntes que darían paso a ‘Los paraísos’, simultáneamente proyecta traducir al francés las ‘Confesiones’ de De Quincey. Los versos de esa época, por ejemplo ‘Le poison’, retratan fielmente la obsesión del escritor por el tema del opio:
“L'opium agrandit ce qui n'a pas de bornes,
Allonge l'illimité,
Approfondit le temps, creuse la volupté,
Et de plaisirs noirs et mornes
Remplit l'âme au delà de sa capacité.”
Enrique López Castellón traduce: “El opio agranda lo que no tiene límites, / ensancha lo ilimitado, / hace profundo el tiempo, ahonda los goces, / y de placeres oscuros y lúgubres / llena el alma por encima de su capacidad.”
Baudelaire percibe el placer encerrado en el opio como el placer del artista, argumentando que hachís y opio elevan la imaginación a la máxima potencia, ayudándole a soportar los intensos dolores que produce la creación estética. El vino, por tanto, será el sucedáneo del obrero, que busca en la embriaguez una momentánea liberación de su realidad atroz, de su miseria, su pobreza y hacinamiento.
Como sea, en ambos casos nos encontramos ante un leitmotiv constante en Baudelaire: la tentación maligna, diabólica, que sólo puede ser vencida por la fuerza de voluntad que cobra tintes angélicos: ‘el recurso a la droga representa una tentación demoníaca cuya innegable fascinación deberá resistir toda voluntad angélica’, apunta López Castellón en su introducción a la traducción de ‘Los paraísos artificiales’ al castellano.
Editores, economía y ética.
La primera edición de Los paraísos artificiales vio la luz en 1860. Es el segundo y último de los libros que Baudelaire vería publicados en vida: Representa sobre todo una reflexión y meditación profunda, respecto a lo que antaño viviera De Quincey: el sufrimiento, las dificultades y el poder de la fuerza de voluntad.
Poulet-Malassis, quien fuese el amigo fiel de Baudelaire y hubiera ya editado Las flores del mal será quien ponga a la venta este volumen. No obstante esa amistad, Poulet-Malassis buscará obtener un jugoso beneficio económico al buscar insertar, justo al final del libro, una viñeta publicitaria donde se anunciaría un farmacéutico de Bruselas especialista en la elaboración de distintos preparados con base de hachís.
Baudelaire tiene entonces 39 años, y se opone rotundamente a las intenciones de tal anuncio: la contradicción que supondría es evidente. Ayudará a comprender los porqués saber que en ese tiempo Baudelaire sufría serias penurias económicas, y que estaban aún recientes las multas a que se vio sometido precisamente por la publicación de Las flores del mal: la condena judicial pesa sobre su ánimo, y no se atreve a enfrentarse a los defensores de la moral en boga. Baudelaire se transforma en un escritor a-político, manteniéndose al margen de las disputas y pleitos de índole moralista y social, encerrándose en la reflexión que elabora alrededor de los estimulantes: alcohol y hachís, las dos caras de un mismo placer, destinados a hombres distintos, aunque para vencerlas a ambas sea necesaria una fuerza de voluntad de proporciones prácticamente divinas.
Los abismos y la gloria: ¡Me he convertido en Dios!
Sinfín de comparaciones se han hecho en torno a la obra de Baudelaire y la de De Quincey. A primera vista pareciera que Baudelaire hizo una copia en francés, mera transcripción de la obra inglesa. Y aunque existen indudables puntos en común, son precisamente por esas características similares que resalta la diferencia entre ambas: De Quincey escribe su obra como una confesión autobiográfica, Baudelaire proyecta una disertación, impersonal, para mostrarse ante un público que ya sabía lo que quería obtener del escritor.
De Quincey siguió experimentando con el opio y sus ‘Confesiones’ sólo son el inicio que demarca una lucha que daría origen a otro libro, ‘Suspiria de profundis’, publicado en 1845 de forma fragmentaria, y que ha dado origen a un sinfín de problemas literarios. Comenzando por la forma, los ‘Suspiria’ son catalogados actualmente como ‘prosas poéticas’, aunque algunos críticos ingleses los consideran supremos ensayos de fantasía, que tienen las mismas raíces que las ‘Confesiones’, otros incluso los toman como la efectiva continuación de estas. Después de la muerte de De Quincey en 1859 se encontró una serie de 32 escritos más, que presumiblemente pudieron estar destinados a formar parte de los ‘Suspiria’. De esos 32, 18 se perdieron, y la lista de entonces ha quedado incompleta. Se sabe que los últimos años de su vida De Quincey trabajaba a la luz de candelabros, y desarrolló una manía que consistía en incendiar con ellos escritos, papeles, incluso, mechones de su propio cabello.
Baudelaire sobrevivió a De Quincey, y pudo entrever en su figura, genio y desgracia, atisbos de lo que sería su propia vida y obra.
Baudelaire llega hasta el extremo: el hachís permitiría al hombre ‘ser Dios’. “En suma, no es de asombrar que el pensamiento final y supremo que surge de este soñador [el buscador de paraísos artificiales] sea: ¡Me he convertido en Dios!” [Personne ne s'étonnera qu'une pensée finale, suprême, jaillisse du cerveau du rèveur: "Je suis devenu Dieu!"].
La estructura misma de ‘Los paraísos artificiales’ resuma elegancia, cordura, análisis profundo y una buena dosis de apología. Pasan por sus páginas los aspectos fisiológicos, psicológicos, los cuestionamientos morales de la adicción, qué es lo que se ve, lo que se experimenta en el estado de trance; el eje fundamental de su libro se basa en las Confesiones de De Quincey, pero más que una copia fiel se trata de la interpretación y reescritura del libro, vertiéndolo del inglés al francés. Apenas iniciada su tarea, Baudelaire se lamenta: ’…me veré obligado, con mucho pesar, a eliminar numerosas disgresiones sumamente divertidas y disertaciones exquisitas…’ […je serai obligè, à mon grand regret, de supprimer bien des hors-d'oeuvre très-amusants, bien de dissertations exquises...].
Escritura, meditación y recreación, Baudelaire simpatizó con De Quincey al encontrar en él un compañero en el viaje que emprendió, guiado por los espíritus funestos del opio, sólo para encontrar que al frenesí del hachís siempre sucede el desencanto de la vida gris, prisionera de sus propios demonios, incapaz finalmente de escapar de la muerte:
“Mais la Mort, que nous ne consultons pas sur nos projets et à qui nous ne pouvons pas demander son acquiescement, la Mort, qui nous laisse rêver de bonheur et de renommée et qui ne dit ni oui ni non, sort brusquement de son embuscade, et balaye d'un coup d'aile nos plans, nos rêves et les architectures idéales où nous abritions en pensée la gloire de nos derniers jours!”[Pero la Muerte, a quien nunca le consultamos sobre nuestros proyectos ni podemos pedirle su aquiesencia, la Muerte, que nos deja soñar con la felicidad y con la fama y que nunca nos dice ni que sí ni que no, sale bruscamente de su emboscada y barre de un aletazo nuestros planes, nuestros sueños y nuestros castillos en el aire donde pensábamos albergar la gloria de nuestros últimos días].
XLII LLL - 20 AGOSTO 2009 - Entre La Literatura y El Opio
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