Muertes de papel
El placer de la lectura es el placer del voyeurista. Se asiste al crimen como mero espectador o cual cómplice impenitente, o se consume en la pasión desenfrenada de los amantes que ceden su cuerpo, mercadería y letra de cambio. Se corteja a la dama y se mata al contrincante en amores, se hilvana hebra por hebra la traición más infame, y se acordonan las amistades verdaderas, libres de sospecha y dobles intenciones.
A poco de leer y ensimismarse en la lectura como un ejercicio placentero y voyeurista, se encara a la muerte. Frente a frente y sin otra salida, la muerte ocupa su lugar de juez inamovible, pasando sobre los personajes, apoderándose de la obra, del pensamiento del escritor, y también del papel en el que han sido escritas e impresas las obras que se leen.
La primera vez que la encontré me conmovió hasta lo más profundo, indeciblemente: fueron dos muertes, simultáneas, que hoy no puedo desligar por más que lo intento.
Héctor Cárdenas, el maestro de literatura, nos pidió que leyéramos -cada alumno de su clase- diez novelas, fueran las que fueran. El examen sería oral, preguntas sobre lo leído, no había posibilidad de hacer trampa, y menos tratándose de ese maestro, especializado en literatura latinoamericana ‘contemporánea’. Sería el mes de febrero de 1992.
Se me atravesó entonces ‘La tregua’. La muerte de Avellaneda, esa frase repitiéndose de una vez para siempre, sencilla, sin adornos, profunda, inmediata. La muerte de Avellaneda confluyó con aquella otra, novela que leí mas no incluí en la lista de las diez novelas obligadas: ‘Muerte en el Vaticano’.
La idea de la muerte coronando el libro, página tras página sabiendo de antemano el final mas no encontrando cómo, de qué manera el escritor podía llegar hasta los episodios finales de la obra sin dejar pistas que deshicieran el encanto de la historia. La muerte del pontífice en aquella novela era el espectáculo morboso e hipnótico de saber que el lector es omnisapiente, el escritor es omnipotente, y los personajes son mortales, irremediablemente mortales y prestos a caer bajo la mirada cómplice de quien lee.
La muerte de Laura Avellaneda es inesperada y dolorosa por encontrarse en el punto donde la novela realza su relación con Martín Santomé. Comienza con una ausencia y la anotación desesperada de alguien que no se sabe si grita, si implora o busca, es la suspensión espaciotemporal de los sentidos, de la memoria, y del presente.
La muerte del pontífice es la síntesis inaplazable de una tragedia que oscurece las páginas paulatinamente: las confesiones finales del asesino y su explicación de los hechos convencen mas no absuelven. La muerte de Avellaneda petrifica.
Dejé la tercera muerte que como lector y espectador también me ha impactado, aunque en otro campo, y con otras características: una muerte en el cine.
La obra de Wells y su hipotética máquina para viajar en el tiempo fue llevada recientemente a la pantalla grande, bajo la dirección de su homónimo Simon Wells, en el 2002. En dicha cinta, el viajero se encuentra ante un computador omnipresente que hace las veces de único testigo de la desaparición de la civilización –al menos en la forma que tiene actualmente- y resguarda olvidadas bibliotecas y edificios vacíos, muertos. El viajero se entusiasma. ¡Libros! El estante ordenado e incólume muestra la colección esmerada de algún lector, quizá el desaparecido recepcionista de la biblioteca.
Intenta tomar uno.
Se pulveriza entre sus dedos.
La desesperación.
Los demás también se pulverizan, no soportan el tacto, la caricia humana.
La ira.
Destruye y aniquila todos los libros muertos -hojas secas y frágiles- del estante y el computador en una proyección tridimensional le informa que por miles y miles de años no ha habido lector alguno que lea los libros que yacen pulverizados en el suelo.
La muerte de los libros es finalmente la muerte del género humano.
Y no puede ser de otra manera: los libros son espejo fiel del pensamiento y las pulsiones más escondidas del hombre, y la declaración más acertada de sus anhelos, búsquedas y miedos. En todo libro se encuentra una parte de la verdad que busca el género humano, y las respuestas a preguntas que no alcanzamos a plantearnos -las preguntas que seguimos formulando constantemente, generación tras generación-, y que son el motor del pensamiento, y origen por excelencia de toda reflexión sobre la naturaleza humana.
XXXV LLL - 02 JULIO 2009 - Muertes de Papel
El placer de la lectura es el placer del voyeurista. Se asiste al crimen como mero espectador o cual cómplice impenitente, o se consume en la pasión desenfrenada de los amantes que ceden su cuerpo, mercadería y letra de cambio. Se corteja a la dama y se mata al contrincante en amores, se hilvana hebra por hebra la traición más infame, y se acordonan las amistades verdaderas, libres de sospecha y dobles intenciones.
A poco de leer y ensimismarse en la lectura como un ejercicio placentero y voyeurista, se encara a la muerte. Frente a frente y sin otra salida, la muerte ocupa su lugar de juez inamovible, pasando sobre los personajes, apoderándose de la obra, del pensamiento del escritor, y también del papel en el que han sido escritas e impresas las obras que se leen.
La primera vez que la encontré me conmovió hasta lo más profundo, indeciblemente: fueron dos muertes, simultáneas, que hoy no puedo desligar por más que lo intento.
Héctor Cárdenas, el maestro de literatura, nos pidió que leyéramos -cada alumno de su clase- diez novelas, fueran las que fueran. El examen sería oral, preguntas sobre lo leído, no había posibilidad de hacer trampa, y menos tratándose de ese maestro, especializado en literatura latinoamericana ‘contemporánea’. Sería el mes de febrero de 1992.
Se me atravesó entonces ‘La tregua’. La muerte de Avellaneda, esa frase repitiéndose de una vez para siempre, sencilla, sin adornos, profunda, inmediata. La muerte de Avellaneda confluyó con aquella otra, novela que leí mas no incluí en la lista de las diez novelas obligadas: ‘Muerte en el Vaticano’.
La idea de la muerte coronando el libro, página tras página sabiendo de antemano el final mas no encontrando cómo, de qué manera el escritor podía llegar hasta los episodios finales de la obra sin dejar pistas que deshicieran el encanto de la historia. La muerte del pontífice en aquella novela era el espectáculo morboso e hipnótico de saber que el lector es omnisapiente, el escritor es omnipotente, y los personajes son mortales, irremediablemente mortales y prestos a caer bajo la mirada cómplice de quien lee.
La muerte de Laura Avellaneda es inesperada y dolorosa por encontrarse en el punto donde la novela realza su relación con Martín Santomé. Comienza con una ausencia y la anotación desesperada de alguien que no se sabe si grita, si implora o busca, es la suspensión espaciotemporal de los sentidos, de la memoria, y del presente.
La muerte del pontífice es la síntesis inaplazable de una tragedia que oscurece las páginas paulatinamente: las confesiones finales del asesino y su explicación de los hechos convencen mas no absuelven. La muerte de Avellaneda petrifica.
Dejé la tercera muerte que como lector y espectador también me ha impactado, aunque en otro campo, y con otras características: una muerte en el cine.
La obra de Wells y su hipotética máquina para viajar en el tiempo fue llevada recientemente a la pantalla grande, bajo la dirección de su homónimo Simon Wells, en el 2002. En dicha cinta, el viajero se encuentra ante un computador omnipresente que hace las veces de único testigo de la desaparición de la civilización –al menos en la forma que tiene actualmente- y resguarda olvidadas bibliotecas y edificios vacíos, muertos. El viajero se entusiasma. ¡Libros! El estante ordenado e incólume muestra la colección esmerada de algún lector, quizá el desaparecido recepcionista de la biblioteca.
Intenta tomar uno.
Se pulveriza entre sus dedos.
La desesperación.
Los demás también se pulverizan, no soportan el tacto, la caricia humana.
La ira.
Destruye y aniquila todos los libros muertos -hojas secas y frágiles- del estante y el computador en una proyección tridimensional le informa que por miles y miles de años no ha habido lector alguno que lea los libros que yacen pulverizados en el suelo.
La muerte de los libros es finalmente la muerte del género humano.
Y no puede ser de otra manera: los libros son espejo fiel del pensamiento y las pulsiones más escondidas del hombre, y la declaración más acertada de sus anhelos, búsquedas y miedos. En todo libro se encuentra una parte de la verdad que busca el género humano, y las respuestas a preguntas que no alcanzamos a plantearnos -las preguntas que seguimos formulando constantemente, generación tras generación-, y que son el motor del pensamiento, y origen por excelencia de toda reflexión sobre la naturaleza humana.
XXXV LLL - 02 JULIO 2009 - Muertes de Papel
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