Memoria de dos amantes
Once años
Entre las novelas escritas por mujeres en la última mitad del siglo veinte, pocas hay que sean tan vivas y seductoras como las que marcan el inicio y final de la odisea literaria que escribió Marguerite Duras en el mínimo lapso de tiempo comprendido entre los años 1984 y 1991. Nacida de padres franceses en la enigmática y lejana Indochina, se trasladó a Francia en 1932, después de haber sufrido la estrechez económica que atormentaba a su familia, y haber vivido un romance que se encargaría de escribir [¿transcribir?] frenéticamente cincuenta años más tarde.
Autora de una veintena de novelas, estudió en su juventud Matemáticas, Derecho y Ciencias Políticas, publicando su primer novela en 1943. En aquellos mismos años cambiaría por Marguerite Duras su verdadero nombre: Marguerite Donnadieu. Sería quince años más tarde cuando saltaría a la fama, tras escribir el guión de ‘Hiroshima, mon amour’, y publicar una novela que la crítica recibió favorablemente: ‘Moderato cantabile’. Y aunque Nabokov escribiera ya en 1955 sobre la relación atormentada de un hombre que aventaja considerablemente en edad a la mujer que desea, en el caso de Marguerite se trata de una autobiografía novelada, y el amante que protagoniza su libro contaba veintiséis años cuando se conocieron. Él era once años mayor que ella.
Dos amantes, un amante
La novela de Duras derrama sobre los hechos una visión milimétrica, casi matemática. La descripción de los deseos, de los pensamientos, la historia que rodea cada elemento que va insertándose en la historia principal es examinada detenidamente, y sólo cuando se ha podido encontrar su justificante, se injerta en el texto como algo establecido, que ya no podrá ser quitado jamás.
Con todo, la escritura de Duras en esta primera parte de esa odisea es la escritura de una mujer que escribe su autobiografía, y lee lo que escribe como escritora: corrección y oportunidad en las descripciones, las imágenes y escenarios narrativos acabados y sin puntos débiles, el desarrollo de la historia como algo que se sigue necesariamente a partir de un conjunto de premisas ya conocidas y estipuladas al comienzo de la novela.
Es la autobiografía de una escritora conciente de escribir su autobiografía, con los pros y lo contras que esto supone: ‘El amante’ recibió poco tiempo después de publicado uno de los premios más distinguidos, el Premio Goncourt.
Por esto mismo, el salto colosal que da en tan sólo seis años, hasta ‘El amante de la China del Norte’, es a la vez que un malabar fulminante, una proeza narrativa: esta última fue escrita en sólo un año, invirtiendo su máxima concentración en ese libro, fraguado ‘en la enloquecida felicidad de escribirlo’, y teniendo como trasfondo la noticia recién recibida de ‘la muerte del chino, la muerte de su cuerpo, de su piel, de su sexo, de sus manos. Durante un año reencontré los tiempos de la travesía del Mekong en el transbordador de Vinh-Long.’
Y aunque el tiempo, los hechos y las razones son los mismos en ambos libros, el papel que juega la memoria y la determinación de la escritora por situar en su justa dimensión lo vivido por ‘la niña’ durante esa relación permite que ambos libros se complementen, profundizando y enriqueciendo ese viaje vertiginoso en la memoria de los sentidos: dos recuerdos de un amante, un solo cuerpo, y la misma pasión.
Las razones del deseo
Las primeras líneas de esa ‘novela sobre El amante’ o ‘La novela de El amante’ marcan la distancia entre ambos ejercicios literarios. ‘El amante’ gira sobre la figura del hombre de negocios, apuesto, con una vida desenfadada y pronto a casarse -según la tradición con una mujer a la sólo verá por primera vez en la ceremonia nupcial-, quien podía darse el lujo de tener varias amantes a la vez; la escoge a ella como quien selecciona un buen vino: basándose en el olfato y ese sexto sentido heredado por la costumbre y la práctica.
La figura de Marguerite es compacta, maciza, con una extraña conciencia de los estragos que la vejez comienza a obrar en su cuerpo casi adolescente. Sus observaciones y emociones tienen el equivalente en las palabras y caricias de su amante, su reconstrucción de los paisajes de Indochina es magistralmente perfecta; el ambiente, el clima, el barullo de esa lengua asoman en cada página, aunque Duras sabe que quedarán palabras ahogadas en el tintero: ‘He escrito mucho acerca de los miembros de mi familia, pero mientras lo hacía aún vivían, la madre y los hermanos, y he escrito sobre ellos, sobre esas cosas sin ir hasta ellas.’
Esta es la gran diferencia entre ambos libros: el enfoque de quien escribe; la misma persona, mirando los mismos hechos, desde dos perspectivas distintas. En ‘El amante de la China del Norte’ Duras se permite dejar de lado el espíritu matemático y perfeccionista –cargado de elementos nostálgicos y sensuales- para rescatar lo que aquella niña que aún no sabía que escribiría sobre su vida años después, se permitió vivir. La forma cambia: su narración lineal y continua de 1984 adquiere la forma de una inmensa galería donde inserta recuerdos muy gráficos y aislados: ‘La niña viene de la pensión Lyautey. Va al liceo. A esa hora la Rué Lyautey está casi desierta. La niña es la única en la pensión en hacer estudios secundarios en el liceo de Saigón, así pues en pasar por allí. Es el inicio de la historia. La niña todavía no lo sabe.’
Una de las características más admirables de este segundo libro es la imparcialidad de Marguerite: jamás emite un juicio moral sobre lo sucedido aunque indaga sin miramientos en cada instante y cada recuerdo buscando lo que era aquella niña, a punto de ser mujer y de cambiar su vida por completo.
Alcohol y mar
Paralela a la historia del romance principal se teje la historia de aquella familia marcada por la desesperación. Figura eminente que termina rindiéndose ante la inclemencia de la naturaleza es la de la propia madre de la escritora, quien se empeña en una lucha de antemano perdida: hacer cultivables los campos que compró a la orilla de un mar que inunda todo al menor motivo. Esta lucha duró años, agriando el carácter de los hermanos y tornando la figura de la madre en un ser que causa compasión y repulsión, simultáneamente; por un lado su confianza ciega causante de sus desgracias, y por otro la dureza que iba acentuándose conforme el tiempo marchaba inclemente constatando los errores cometidos por la madre. A media novela, en ‘El amante’ escribe Marguerite: ‘Duró todo ese tiempo, siete años. Y después, al final, se renunció a la esperanza. Se abandonó. Se abandonaron también las tentativas contra el océano. A la sombra de la veranda contemplamos la montaña de Siam, muy oscura a pleno sol, casi negra. La madre, por fin, está tranquila, aislada. Somos niños heroicos, desesperados.’
Y como si se tratara del eco amplificado de una antigua tragedia, la vida misma de Duras se encargó de hacerle luchar su propia batalla, esta vez no contra el océano, sino contra el alcohol. Distancia de por medio, el tiempo le permite una vez más encontrar los antecedentes para afrontarlos sin falsas afectaciones ni sentimentalismos baratos: ‘Ahora comprendo que muy joven, a los dieciocho, a los quince años, tenía ese rostro premonitorio del que se me puso luego con el alcohol, a la mitad de mi vida. El alcohol suplió la función que no tuvo Dios, también tuvo la de matarme, la de matar. Ese rostro del alcohol llegó antes que el alcohol. El alcohol lo confirmó. Esa posibilidad estaba en mí, sabía que existía, como las demás, pero, curiosamente, antes de tiempo. Al igual que estaba en mí la del deseo. A los quince años tenía el rostro del placer y no conocía el placer. Ese rostro parecía muy poderoso. Incluso mi madre debía notarlo. Mis hermanos lo notaban. Para mí todo empezó así, por ese rostro evidente, extenuado, esas ojeras que se anticipaban al tiempo, a los hechos.’
Imágenes paralelas, reflejos precisos y trágicamente luminosos, las historias de ambas mujeres se entretejen en una claridad escalofriantemente vívida. Duras consigue liberar con su escritura el recuerdo de su amante, su propia niñez a punto de dejar de serlo, y la figura materna despiadadamente segregada por una sociedad acentuadamente masculina.
Teléfono, memoria y voz
Al proyectarse la versión cinematográfica de ‘El amante’ la crítica más común fue la de incluir escenas eróticas que aunque estuvieron magníficamente logradas, ocupaban demasiado tiempo y dejaban relegados aspectos igual o más importantes que los encuentros íntimos de la alcoba.
Y curiosamente, lo que la crítica alabó en más de una ocasión fue la escena final de la película, con esa voz en off sobre la imagen de una escritora que da la espalda a la cámara mientras escribe y escribe sin parar lo que es al mismo tiempo la parte final de su novela.
Declaraciones de amor, restitución de un tiempo irrecuperable pero constante, aquella última llamada telefónica marca un final memorable tanto en el ámbito cinematográfico como en el literario, pocos momentos tan emocionantemente decisivos:
‘Años después de la guerra, después de las bodas, de los hijos, de los divorcios, de los libros, llegó a París con su mujer. El le telefoneó. Soy yo. Ella le reconoció por la voz. El dijo: sólo quería oír tu voz. Ella dijo: soy yo, buenos días. Estaba intimidado, tenía miedo, como antes. Su voz, de repente, temblaba. Y con el temblor, de repente, ella reconoció el acento de China. Sabía que había empezado a escribir libros. Lo supo por la madre a quien volvió a ver en Saigón. Y también por el hermano menor, que había estado triste por ella. Y después ya no supo qué decirle. Y después se lo dijo. Le dijo que era como antes, que todavía la amaba, que nunca podría dejar de amarla, que la amaría hasta la muerte.’
Referencias:
Once años
Entre las novelas escritas por mujeres en la última mitad del siglo veinte, pocas hay que sean tan vivas y seductoras como las que marcan el inicio y final de la odisea literaria que escribió Marguerite Duras en el mínimo lapso de tiempo comprendido entre los años 1984 y 1991. Nacida de padres franceses en la enigmática y lejana Indochina, se trasladó a Francia en 1932, después de haber sufrido la estrechez económica que atormentaba a su familia, y haber vivido un romance que se encargaría de escribir [¿transcribir?] frenéticamente cincuenta años más tarde.
Autora de una veintena de novelas, estudió en su juventud Matemáticas, Derecho y Ciencias Políticas, publicando su primer novela en 1943. En aquellos mismos años cambiaría por Marguerite Duras su verdadero nombre: Marguerite Donnadieu. Sería quince años más tarde cuando saltaría a la fama, tras escribir el guión de ‘Hiroshima, mon amour’, y publicar una novela que la crítica recibió favorablemente: ‘Moderato cantabile’. Y aunque Nabokov escribiera ya en 1955 sobre la relación atormentada de un hombre que aventaja considerablemente en edad a la mujer que desea, en el caso de Marguerite se trata de una autobiografía novelada, y el amante que protagoniza su libro contaba veintiséis años cuando se conocieron. Él era once años mayor que ella.
Dos amantes, un amante
La novela de Duras derrama sobre los hechos una visión milimétrica, casi matemática. La descripción de los deseos, de los pensamientos, la historia que rodea cada elemento que va insertándose en la historia principal es examinada detenidamente, y sólo cuando se ha podido encontrar su justificante, se injerta en el texto como algo establecido, que ya no podrá ser quitado jamás.
Con todo, la escritura de Duras en esta primera parte de esa odisea es la escritura de una mujer que escribe su autobiografía, y lee lo que escribe como escritora: corrección y oportunidad en las descripciones, las imágenes y escenarios narrativos acabados y sin puntos débiles, el desarrollo de la historia como algo que se sigue necesariamente a partir de un conjunto de premisas ya conocidas y estipuladas al comienzo de la novela.
Es la autobiografía de una escritora conciente de escribir su autobiografía, con los pros y lo contras que esto supone: ‘El amante’ recibió poco tiempo después de publicado uno de los premios más distinguidos, el Premio Goncourt.
Por esto mismo, el salto colosal que da en tan sólo seis años, hasta ‘El amante de la China del Norte’, es a la vez que un malabar fulminante, una proeza narrativa: esta última fue escrita en sólo un año, invirtiendo su máxima concentración en ese libro, fraguado ‘en la enloquecida felicidad de escribirlo’, y teniendo como trasfondo la noticia recién recibida de ‘la muerte del chino, la muerte de su cuerpo, de su piel, de su sexo, de sus manos. Durante un año reencontré los tiempos de la travesía del Mekong en el transbordador de Vinh-Long.’
Y aunque el tiempo, los hechos y las razones son los mismos en ambos libros, el papel que juega la memoria y la determinación de la escritora por situar en su justa dimensión lo vivido por ‘la niña’ durante esa relación permite que ambos libros se complementen, profundizando y enriqueciendo ese viaje vertiginoso en la memoria de los sentidos: dos recuerdos de un amante, un solo cuerpo, y la misma pasión.
Las razones del deseo
Las primeras líneas de esa ‘novela sobre El amante’ o ‘La novela de El amante’ marcan la distancia entre ambos ejercicios literarios. ‘El amante’ gira sobre la figura del hombre de negocios, apuesto, con una vida desenfadada y pronto a casarse -según la tradición con una mujer a la sólo verá por primera vez en la ceremonia nupcial-, quien podía darse el lujo de tener varias amantes a la vez; la escoge a ella como quien selecciona un buen vino: basándose en el olfato y ese sexto sentido heredado por la costumbre y la práctica.
La figura de Marguerite es compacta, maciza, con una extraña conciencia de los estragos que la vejez comienza a obrar en su cuerpo casi adolescente. Sus observaciones y emociones tienen el equivalente en las palabras y caricias de su amante, su reconstrucción de los paisajes de Indochina es magistralmente perfecta; el ambiente, el clima, el barullo de esa lengua asoman en cada página, aunque Duras sabe que quedarán palabras ahogadas en el tintero: ‘He escrito mucho acerca de los miembros de mi familia, pero mientras lo hacía aún vivían, la madre y los hermanos, y he escrito sobre ellos, sobre esas cosas sin ir hasta ellas.’
Esta es la gran diferencia entre ambos libros: el enfoque de quien escribe; la misma persona, mirando los mismos hechos, desde dos perspectivas distintas. En ‘El amante de la China del Norte’ Duras se permite dejar de lado el espíritu matemático y perfeccionista –cargado de elementos nostálgicos y sensuales- para rescatar lo que aquella niña que aún no sabía que escribiría sobre su vida años después, se permitió vivir. La forma cambia: su narración lineal y continua de 1984 adquiere la forma de una inmensa galería donde inserta recuerdos muy gráficos y aislados: ‘La niña viene de la pensión Lyautey. Va al liceo. A esa hora la Rué Lyautey está casi desierta. La niña es la única en la pensión en hacer estudios secundarios en el liceo de Saigón, así pues en pasar por allí. Es el inicio de la historia. La niña todavía no lo sabe.’
Una de las características más admirables de este segundo libro es la imparcialidad de Marguerite: jamás emite un juicio moral sobre lo sucedido aunque indaga sin miramientos en cada instante y cada recuerdo buscando lo que era aquella niña, a punto de ser mujer y de cambiar su vida por completo.
Alcohol y mar
Paralela a la historia del romance principal se teje la historia de aquella familia marcada por la desesperación. Figura eminente que termina rindiéndose ante la inclemencia de la naturaleza es la de la propia madre de la escritora, quien se empeña en una lucha de antemano perdida: hacer cultivables los campos que compró a la orilla de un mar que inunda todo al menor motivo. Esta lucha duró años, agriando el carácter de los hermanos y tornando la figura de la madre en un ser que causa compasión y repulsión, simultáneamente; por un lado su confianza ciega causante de sus desgracias, y por otro la dureza que iba acentuándose conforme el tiempo marchaba inclemente constatando los errores cometidos por la madre. A media novela, en ‘El amante’ escribe Marguerite: ‘Duró todo ese tiempo, siete años. Y después, al final, se renunció a la esperanza. Se abandonó. Se abandonaron también las tentativas contra el océano. A la sombra de la veranda contemplamos la montaña de Siam, muy oscura a pleno sol, casi negra. La madre, por fin, está tranquila, aislada. Somos niños heroicos, desesperados.’
Y como si se tratara del eco amplificado de una antigua tragedia, la vida misma de Duras se encargó de hacerle luchar su propia batalla, esta vez no contra el océano, sino contra el alcohol. Distancia de por medio, el tiempo le permite una vez más encontrar los antecedentes para afrontarlos sin falsas afectaciones ni sentimentalismos baratos: ‘Ahora comprendo que muy joven, a los dieciocho, a los quince años, tenía ese rostro premonitorio del que se me puso luego con el alcohol, a la mitad de mi vida. El alcohol suplió la función que no tuvo Dios, también tuvo la de matarme, la de matar. Ese rostro del alcohol llegó antes que el alcohol. El alcohol lo confirmó. Esa posibilidad estaba en mí, sabía que existía, como las demás, pero, curiosamente, antes de tiempo. Al igual que estaba en mí la del deseo. A los quince años tenía el rostro del placer y no conocía el placer. Ese rostro parecía muy poderoso. Incluso mi madre debía notarlo. Mis hermanos lo notaban. Para mí todo empezó así, por ese rostro evidente, extenuado, esas ojeras que se anticipaban al tiempo, a los hechos.’
Imágenes paralelas, reflejos precisos y trágicamente luminosos, las historias de ambas mujeres se entretejen en una claridad escalofriantemente vívida. Duras consigue liberar con su escritura el recuerdo de su amante, su propia niñez a punto de dejar de serlo, y la figura materna despiadadamente segregada por una sociedad acentuadamente masculina.
Teléfono, memoria y voz
Al proyectarse la versión cinematográfica de ‘El amante’ la crítica más común fue la de incluir escenas eróticas que aunque estuvieron magníficamente logradas, ocupaban demasiado tiempo y dejaban relegados aspectos igual o más importantes que los encuentros íntimos de la alcoba.
Y curiosamente, lo que la crítica alabó en más de una ocasión fue la escena final de la película, con esa voz en off sobre la imagen de una escritora que da la espalda a la cámara mientras escribe y escribe sin parar lo que es al mismo tiempo la parte final de su novela.
Declaraciones de amor, restitución de un tiempo irrecuperable pero constante, aquella última llamada telefónica marca un final memorable tanto en el ámbito cinematográfico como en el literario, pocos momentos tan emocionantemente decisivos:
‘Años después de la guerra, después de las bodas, de los hijos, de los divorcios, de los libros, llegó a París con su mujer. El le telefoneó. Soy yo. Ella le reconoció por la voz. El dijo: sólo quería oír tu voz. Ella dijo: soy yo, buenos días. Estaba intimidado, tenía miedo, como antes. Su voz, de repente, temblaba. Y con el temblor, de repente, ella reconoció el acento de China. Sabía que había empezado a escribir libros. Lo supo por la madre a quien volvió a ver en Saigón. Y también por el hermano menor, que había estado triste por ella. Y después ya no supo qué decirle. Y después se lo dijo. Le dijo que era como antes, que todavía la amaba, que nunca podría dejar de amarla, que la amaría hasta la muerte.’
Referencias:
XXXI LLL - 04 JUNIO 2009 - Memoria de Dos Amantes
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